sábado, 19 de marzo de 2011

Snuff

Si no te gusta la sangre y las vísceras gratuitas, vade retro.
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Snuff

I

– ¡Graba eso, graba eso! –escuchó detrás de él, de parte de la directora.

El camarógrafo trataba de mantener la vista en la lentilla, sin resultado. Tenía que grabar a pulso, la repulsión de la escena le ganaba. Sólo tomó un suspiro para poder enfocar la imagen y luego retiró la vista. Cuando escuchó la palabra “corte”, sólo ahí pudo dar un respiro, aunque seguía sin ver hacia el set. El actor se acercó al tipo de la cámara, quien mantenía la vista pegada en la cámara, como si quisiera limpiarle la suciedad inexistente entre los botones.

–Eh, chico, no te sientas mal –le animaba con palmadas en el hombro, manchándole con pequeñas gotas de sangre –. Terminaría muerto fuera de aquí de igual manera.

El actor se marchó para hablar con la directora sobre algún detalle ínfimo. Para el camarógrafo, cualquier asunto con la actuación era para nada importante. Tenía que revisar la cinta, y esperaba que esta ocasión estuviese bien hecha. La primera vez se enteraron antes de arruinar la toma, y el segundo intento hubo un error de parte del actor.

Aguantó la respiración, y le dio al botón de reproducir, para verificar que la toma había salido bien. A sangre fría revisó cada segundo de la grabación. Maldecía para sus adentros, el no quería meterse en ese mundo, pero el mundo le atrapó antes de que pudiera poner el primer pie fuera de la jaula. Estaba sumergido en eso hasta el fondo.

El actor soltó el machete apenas dijeron la palabra mágica. El hierro estaba oxidado, y muy falto de filo. Él podía hacer el trabajo, pero se lo hacía difícil. Al “protagonista” se le hacían moretones en vez de cortes por cada golpe, y sacarle los dedos fue toda una odisea. Tenía que hablarlo con la directora.

Se acercó a ella con su pose de falso galán como casi siempre lo hacía al dirigirse a ella, sólo por las ganas de irritarla.

Pasó cerca del camarógrafo, para exhortarle antes de que éste regurgitara. “Novatos” es lo primero que le va a la cabeza después de alejarse de él, siguiendo su camino hacia la directora.

–Chica, tienes que darme mejor utilería –fue lo primero que alegó, extendiendo levemente los brazos y encogiéndose de hombros – ¿Cómo quieres que haga la escena si me das un pedazo de metal tan viejo?

–Es parte del encanto –Replicaba la directora, sin cambiar mucho su expresión de seriedad –. Tendrás que hacerle esfuerzo.

– ¿Debo?

–Debes.

Ambos mantuvieron un silencio. El actor supuso que podría lograr conseguir mejores instrumentos, pero ella fue bastante tajante. Casi al mismo tiempo, ojearon al camarógrafo, que estaba revisando la cinta con una expresión de asco que se notaba a leguas.

– ¿Por qué lo elegiste a él? –Preguntó el actor – Apenas se aguanta una jeringa.

–No lo sé. Me pareció bonito. –fue la respuesta inmediata de la directora, sonriendo levemente, como si no fuera nada.

– ¿Sólo por eso? Vamos, que no sepas controlar tu libido es una cosa –el actor echó un ojo otra vez al camarógrafo –, pero este muchacho no sirve para esto.

– Servirá –insistió ella –. Sólo le falta entrenamiento.

La directora siguió buscando ideas en su cabeza. El cliente quería algo simple, pero no algo fácil. No sabían si el “protagonista” duraría toda la filmación. A pesar de que los sedantes mantenían el rango de dolor al mínimo, el desangramiento podría matarlo antes de tiempo, cosa que tampoco era la idea. El cliente quería ver su sufrimiento hasta la última gota de líquido vital que pudiera quedar en sus venas, prolongarlo lo más posible, para satisfacer su mórbido placer.

Esa era la única instrucción. Los métodos de sanguinaria tortura estaban a total libertad de la directora. Por ella bien, aunque a veces prefería reglas. Es difícil complacer al cliente si no sabes qué es lo que quiere, y cuando las pautas son muy flexibles – a veces inexistentes –, se hace un tanto más complicado. ¿Qué hueso romper, qué parte enfocar? ¿Con qué hacer heridas, qué miembros amputar? A veces la inventiva no podía con el desafío que la inseguridad planteaba, mas tenía que seguir con el proyecto y llevarlo a su fin.

Le dio al camarógrafo un momento para ir a relajarse, así ir a ver el estado de la escena. Las paredes con sangre añeja de anteriores filmaciones, marcas de cortes y pequeños trozos de piel. Luego giró su mirada sobre el protagonista. Respiraba a duras penas, tenía los ojos muy abiertos y las pupilas extensamente dilatadas. El sujeto, que apenas podía mover los miembros que le quedaban, giró un poco la cabeza para observar a aquella cruel mujer. Su boca estaba cosida cual muñeca de trapo, sólo pudiendo emitir de esta manera unos gemidos lastimeros. La directora sonrió y se acercó a él.

–Tranquilo, muchacho –le dijo al protagonista, terminando con una oración maliciosa –. Son sólo tres escenas más.

Ella notó la ira en su semblante. A pesar de que su adormecido cuerpo sólo podía mover unos pocos músculos, fue lo suficiente para mostrar la furia en sus ojos inyectados en sangre y lágrimas. Sin embargo, a la directora no le importó en absoluto. Ella sólo se dio media vuelta, aún sonriendo con unas ideas maquiavélicas rondando por su cráneo.

II

El camarógrafo fue a descansar a la habitación que le habían cedido para su estadía en ese lugar. Una que podría ser la última. No temía por ser el protagonista de la siguiente filmación – conseguir un camarógrafo para grabar aquellas películas no era fácil –, pero sí a ser un esclavo de aquél mundo. No sabía qué era peor.

Seguía con la cámara en la mano, pero no quería verla más de una vez. Sólo se miraba las zapatillas, grises como el suelo de su habitación. Los movía un poco, en un intento de calmar los ánimos, convencerse de que no era para tanto. Era una clara mentira, sin embargo era lo único que podía hacer. Había sido seleccionado por la directora, sacado de una vida patética sin un futuro. Las opciones eran pocas; dinero a cambio de vida servil, o morir en su propia desgracia. Irónico era pensar que aquella mujer le sacó de estar cerca de la muerte para hacerle grabar agonías.

Tocaron su puerta, escuchó que le dijeron algo sobre otra toma. Era hora de seguir filmando la película. La cámara estaba en su mano aún, lo único que tenía que hacer era encenderla otra vez e ir a escena. Sin embargo, se tomó su tiempo antes de presentarse una vez más en el lugar. Sólo unos segundos más, para prepararse mentalmente y aguantar otros veinte minutos de grabación.

El actor se preparaba para la siguiente escena. Revisaba constantemente su vestidura, parecida a la de un médico cirujano, suspiraba al no tener instrumentos más precisos y mejor cuidados. Para la siguiente actuación debía cortar al protagonista con un escalpelo. Se le había dado libre acción, así que estaba decidiéndose por qué parte seguir. ¿Dedos? ¿Brazo? ¿Rostro? Consideró la última opción repetidas veces, mientras probaba con sumo cuidado el filo de la pequeña hoja. Se sentó al lado del protagonista, quien le miraba desde su pobre ángulo. La cama donde el cuerpo dopado del protagonista yacía era vieja, y había sido parte de la escenografía de muchas otras filmaciones. Olores se desprendían del colchón, marcas se encostraban en las sábanas.

El actor se percató de las pupilas dilatadas sobre él. Se giró para verle, aunque luego volvería a pegarse en el escalpelo.

–No me mires así –alegó –. Agradece que te tengamos sedado.

El protagonista seguía haciendo los intentos de darle una agresión con su mirada, pero el actor se mantenía firme con su decisión de ignorarle. Pero llega el punto en que se hizo insoportable. ¿Cómo un tipo a medio morir podía ser tan molesto?

– ¡Basta, basta! –Exclamó entonces – Mira, yo estoy metido en esto de hace mucho y no pienso salirme ahora. De todos modos terminarás hecho fiambre, ¿Por qué no te resignas en vez de seguir con tu irritante insistencia?

El protagonista no se detuvo. Sólo miró. Nada más. El actor, enfadado, se levantó de la cama, dirigiéndose sólo una vez más al protagonista.

–Agradece que tengo que esperar a que llegue el de la camarita y la directora. Por mí, ya te habría mandado al basurero.

Entonces el actor se retiró, esperando con incipiente impaciencia a que llegara el resto.

El protagonista, por su parte, pudo soltar un pequeño “já”.

La directora había ido a conseguirse un simple café. Como si nada, un café sin gracia de una máquina cualquiera. Respeto por la vida humana era algo que había perdido hace años. A los únicos que había aprendido a, al menos, mantener distancias, era con los productores y clientes, sólo por conveniencia. Pero el protagonista era su menor preocupación. Hasta el espresso insípido de la expendedora lo consideraba más importante.

Y claro, su nuevo juguete, el camarógrafo.

Pillarlo en su deplorable situación fue algo que le alegró aquél día. La carencia de una cámara era notoria, no había candidato con la habilidad o la falta de ego suficiente para aceptar el trabajo. Pero aquél sujeto tenía todas las cualidades necesarias. Una pésima autoestima, un sueldo deplorable en un trabajo mísero, y un futuro nada prometedor. Además, habilidad con la cámara e incluso estudios en lo relativo al cine. Tenía todo lo que ella necesitaba, sin contar lo buen parecido que el hombre era. La directora tenía planes para el camarógrafo, más allá del cine clandestino. Lo quería como su mascota, o más aún, como su esclavo personal. Esa personalidad tan mísera le encantaba, sentía las ganas de subyugarlo y verle arrodillado a sus pies, obligarlo a hacerlo todos los días.

Aunque pronto se desvanecerían las ideas para dar paso a la acción. Terminó su espresso en un corto lapso de tiempo y se dirigió a la escena otra vez. Hace ya media hora que todos deberían estar en el estudio y ella todavía no asomaba ni las narices.

Sólo esperaba a que el actor no refunfuñara mucho.

III

La cámara se había encendido otra vez, con la cinta en el lugar correcto para empezar a grabar. El trípode había sido establecido, pues esta ocasión se requería una filmación en detalle. Además, la mano enervada del camarógrafo no tenía la firmeza necesaria para mantener el aparato. Cuando se dio la señal, el actor comenzó a pasearse por la escena, que había sido arreglada como una sala de cirugía de un hospital. El protagonista se mantenía aún sedado, con sólo sus ojos en movimiento, vigilando cada tortura inminente. Su boca, cosida con hilos oscuros, parecía tener una vibración muy leve, muy sutil, sea como fuese, no podría pronunciar ninguna palabra.

El actor, vestido cual médico, desenfundó el escalpelo de su carcasa de metal, lugar donde estaba protegido para que no se rompiera, ni tampoco que cortara a su portador. Luego, procedió al que podría ser el único diálogo en toda la película.

–Parece usted estar enfermo. Necesitará cirugía.

En ese momento, el camarógrafo enfocó cómo se acercaba lentamente la delgada hoja metálica al estómago descubierto del protagonista. El actor miró de reojo a la directora, esperando su indicación para empezar el proceso. Ella asintió con la cabeza, dando paso a que el actor comenzara a penetrar con suavidad la piel del sujeto en la camilla. Rasgó aquél denso órgano que separaba las entrañas del exterior, de a poco. Un suave quejido se pudo oír mientras se cortaba el cutis, al mismo tiempo que la sangre brotaba en un lento goteo. En cuestión de segundos, la afilada hoja ya había hecho un enorme tajo que permitía ver el saco donde los entresijos se escondían, una delgada membrana a sólo un corte más de distancia.

Otra vez, el actor miró de reojo a la directora. Una nueva señal de parte de ella daría pie a que el escalpelo cortara la delgada membrana. Más sangre se derramaba, esta vez ya cayendo al suelo, impregnándose en la camilla. Esta vez los gemidos eran más que eso; eran gritos ahogados, lamentos imposibles de disimular, incluso manteniéndole la boca cerrada a la fuerza.

El camarógrafo quería salir de ahí, había visto más de lo que quería, pero tanto el actor como la directora le detendrían, para luego obligarle a seguir filmando. Sólo cruzó los dedos para no vomitar ante tal escena.

El actor se vanagloriaba en su actuación. Él juraba que hacía buenas actuaciones, que no cualquier actor podría aguantar tan bien aquella escena sin asquearse, y seguir en su papel.

La directora sólo sonreía.

El protagonista, a pesar de saber que no tenía escapatoria, gritaba por auxilio, aunque estos gritos sólo se escucharan como galimatías ruidosos. El dolor era agudo, insoportable, incluso con los sedantes se hacía tortuoso. Además, aquellas drogas no le dormían; le habían dado dosis sólo para apaciguar su dolor físico, pero no para que pudiera dormir en paz. Le obligaban a ver como, lentamente, moría, sólo para entretener a un demente. Sin embargo, más dementes eran aquellos que estaban haciendo la película, siguiendo las órdenes de otro desquiciado. Pero ¿qué importaba la opinión del protagonista? Él iba a morir.

El camarógrafo sentía cada vez más fuerte el sabor ácido de su propio vómito en su garganta. Aguantaba con todas sus fuerzas no hacer nada más que mantener la cámara enfocada en los intestinos y órganos internos del protagonista.

Desde ahí en adelante, fue libre acción del actor. Él tomó con sus sucios guantes aquellas menudencias y empezó a desgarrar, retorcer, todas las ideas más maquiavélicas que podrían llegar a su retorcida cabeza. Los chillidos del protagonista eran tenebrosos, daban calos fríos incluso a la misma directora, siendo tan desalmada como lo era. El actor sentía el aullido recorrer su columna, pero con todas sus fuerzas lo ignoraba para seguir su carnicería.

Ya había cortado muchos órganos vitales. El enorme tajo supuraba una mezcla de sangre, bilis y otros fluidos; poco a poco el sonoro chillido se iba apaciguando, mientras el ambiente se iba tensionando. El líquido vital se iba escurriendo, ya era tanto que goteaba a través de las fibras de la camilla. El actor soltó la hoja, ya ensangrentada y algo torcida, dejándola caer sobre el ahora cadáver del protagonista. Él cerró la escena, diciendo.

–De todos modos era un caso Terminal.

Entonces se dio media vuelta y se retiró de escena, sin más.

Ante la indicación de la directora, el camarógrafo dejó de grabar, para su alivio. Exhaló lentamente, como si durante toda la grabación haya estado conteniendo su respiración, en tentativa de mantener sus ácidos estomacales dentro. Había sido un horror para él, muy contrastante con la sensación de victoria de la directora, que se regocijaba pensando en lo bien que había sido todo ejecutado. El hombre tomó la cámara, sin recordar que pronto debía revisar la cinta para aseverar la calidad de la grabación. Entonces se giró a la directora, acercándose a ella, para hacerle una pequeña petición.

– ¿Puedo salir de aquí?

–Supongo que no más allá de tu cuarto. –cuestionó la mujer.

Él asintió, afligido. A pesar de que su intención era considerando este detalle, mantenía falsas esperanzas de que podría salir de ese lugar, corriendo.

–Tienes diez minutos –sentenció en tono frío –. Quiero hablar contigo.

El camarógrafo notó una sonrisa y un arqueo de ceja de parte de la directora. Aquella sonrisa le enfriaba la columna. No sabía qué significaba, pero tenía muchas ideas circulando, y ninguna de ellas era buena.

Caminó en dirección contraria a la directora, pasando por una puerta que conduciría, eventualmente, a su habitación. Apenas cruzó la puerta que le llevaba dentro de su recámara, tomó el basurero y vomitó.

IV

El camarógrafo miró sus manos. A pesar de no tener más que un poco de polvo y sudor, se sentía más sucio que eso. “Es porque eres un novato” decía el actor cuando se lo mencionó unos días atrás. Sólo cinco minutos tenía para descansar de semejante brutalidad. Y tampoco era el gran descanso, pues, una vez más, la revisión de la cinta era prioritaria. Estaba con el tacho de basura cerca, por si se hacía necesario. Por suerte pudo revisar rápidamente sin sentir la necesidad de regurgitar, o al menos no tan potente como para volver a hacerlo.

Era poco tiempo el que tenía para calmarse, en menos de cinco minutos debía ver otra vez a esa mujer. Verle a la cara le aterraba, saber que la directora se deleitaba en imágenes tan crueles y absurdamente asquerosas le hacía pensar que era una persona realmente maquiavélica. Probablemente, no esté tan equivocado, por lo que el muchacho había visto.

Miró el reloj de la cámara. Quedaban tres minutos de libertad. Apagó el aparato, dejándola a un lado. Era una cámara común y corriente, con algunas especializaciones, pero nada fuera de lo común. Generalmente así eran las mayorías de las películas de ese mundo. Grabadas con casi ningún recurso más que el personal. De todos modos, si no hay necesidad de efectos especiales, no hace falta presupuesto.

Dos minutos. Sólo dos minutos que se escurrían con alarmante rapidez. No quería verla, quería salir de ahí. Se aseguraba a sí mismo que había un camino para escapar de ese horror, que sólo tenía que buscarlo. Pero una parte de él sabía que era imposible, que estaba atrapado, para siempre.

Un minuto. ¿Valía la pena retrasarlo más? “No” fue una respuesta de su subconsciente. Terminó por hacerle caso a esa negativa, cuando sólo treinta segundos le separaba de tener que enfrentar a la directora.

Salió de su habitación, dejando la cámara sobre su cama.

El actor se fue a su “camerino”. Más bien era una bodega, tal como la habitación del camarógrafo, lugar que había tenido la suerte de verla más de una vez. Probablemente su lugar estaría más arreglado que el del “novato”, pues se veía que tenía pertenencias suyas, “recuerdos” de anteriores películas. Dedos, calaveras, ojos enfrascados. Había noches que le daba algo de miedo meterse a su propia habitación, y más de alguna oportunidad quiso quitar ese especial ornamento, pero se decía a sí mismo que si podía aguantar dormir ahí, podía soportar entonces el sentir vísceras en sus manos.

Estaba cansado, y la ducha le había dado más sueño. Tuvo que sacarse el hedor de la muerte encima antes de echarse a dormir.

Dejó la toalla que le cubría por debajo de la cintura en el suelo, soltándola al aire, y se metió debajo de las sábanas. Luego se quedó mirando al techo, recordando los ojos de su nueva víctima. No había sacado nada de él, algo para recordarle. Podrían ser sus ojos, ya que tanto le miraban. Podría ser su lengua, aunque no la usó mucho. Podría ser los hilos que cosieron sus labios y que contuvieron sus lamentos y blasfemias. Podría ser… Cualquier cosa.

Estuvo horas y horas pensándolo. Se daba vueltas en la cama, considerando si debía levantarse de su catre para conseguir su souvenir o si era mejor pasar la noche en tranquilidad y hacer ese ritual el día siguiente. Tanta divagación le obligó a levantarse de su camastro, para pasearse, cosa que le ayudara a pensar. Pero al final, todo recayó en la decisión de una moneda de cobre y níquel.

Cara. Iba a buscar los ojos.

Se puso pantalones y una camiseta, además de las alpargatas; tomó un bisturí con una hoja limpia y nueva, un frasco que tenía preparado ya hace bastante, y partió. Confiaba en que todavía no habían retirado ningún elemento de ahí, incluyendo al protagonista. Y claro, no se equivocaba. El cadáver del protagonista se mantenía en la misma camilla. La sangre se había encostrado en las telas, y el olor de tumba estaba impregnando el aire ya. Los ojos inyectados en sangre, abiertos completamente, estaban listos para ser sacados.

El actor dejó el frasco en el suelo, y asió el escalpelo, partiendo con su extracción.

El asunto sólo le tomaba unos minutos. Había aprendido bastante haciendo películas; el actuar de doctor era su fetiche, y estudió, como aficionado, muchas cosas de cirugía. Sacar un ojo era algo relativamente fácil para él.

En un par de minutos, habiendo cortado la piel, sacado los restos de carne, el ojo era suyo. Se agachó para recoger el frasco. Abrió la tapa y metió aquél órgano dentro, pero sintió un pinchazo en el cuello que le impidió cerrarlo; tuvo que soltar el frasco debido al sorpresivo dolor, haciendo que éste se estrelle en el suelo, dejando fragmentos desperdigados, el alcohol derramado y el ojo en el suelo. En unos segundos reconocería qué tipo de aguja era. Una inyección, directo a la yugular. La sensación de adormecimiento no tardó en recorrer su cuerpo, al parecer era una fórmula concentrada. Se dio media vuelta, tratando de identificar quién había sido el culpable; fue completamente inútil, siendo que estaba a punto de caer desmayado. Sólo vio un brillo blanco, una sonrisa, pero de otra figura, no la misma que sostenía la vacía jeringa.

Cayó al suelo, y hasta ahí llegó su conciencia, pues caería en el sopor de la anestesia.

La directora esperaba con impasible paciencia al muchacho. Lo había citado en la misma bodega que tenían como “estudio”, aunque lejos de la escena, donde yacían aún los restos del protagonista; restos que no saldrían de ahí hasta que el olor diera cuenta de su presencia. Ella se miraba las uñas de una de sus manos mientras mantenía el otro de sus brazos cruzando su pecho, dándole vueltas a imágenes imaginarias de lo que haría con su juguete. Sólo el eco de las suelas de un par de zapatillas golpeando el suelo de cemento le sacaría de su regocijo. Eran pasos suaves, temerosos. Ella sabía que era por su actitud. La directora intimidaba al muchacho con su figura. Y le encantaba saberlo.

Cada paso se hacía más lento. La distancia temporal entre cada eco era cada vez más larga. Sin embargo, la directora no se exasperó en lo más mínimo. Sólo se giró hacia la efigie del camarógrafo, que incluso pareció retroceder al divisar a la mujer conectando su mirada. Pero él de todos modos llegaría a sus garras. Sonrió.

Cuando tuvo ese ser al alcance de sus zarpas, deslizó la yema de su dedo en el cuello del muchacho. Él estaba tan aterrado que se paralizó en ese mismo momento. Ella seguía deleitándose en el inmenso terror que infundía en la psique del chico, aunque tuvo que desconectarse de tal placer, aunque sea sólo por ese instante.

El actor. El actor era su problema. Iba a discutirlo con el muchacho, quería jugar con su juguete.

El actor era egocéntrico, era pedante. Le sacaba de quicio con sus exigencias. Que necesitaba tal utilería, que quería actuar de tal o cual manera, que necesitaba espacio, puras habladurías de un idiota que creía que de verdad era actor. Sólo era un asesino más, como ella lo fue en la segunda década de su vida. Nunca actuó, nunca actuará. Todo su alarde era una mera maqueta que él mismo se había inventado para cubrir su máscara de torturador, intentando mostrarse como alguien con talento.

Quería deshacerse de esa basura de persona, y lo quería hacer pronto.

Pero con estilo.

–Muchacho –dijo la mujer, dejando de acariciar el tembloroso mentón del camarógrafo –, ¿sabes? Tengo ganas de volver a la actuación, pero necesito un protagonista. ¿Me ayudarías a conseguir uno nuevo?

V

La misma inercia del cuerpo cayendo hacia el suelo hizo que la aguja se deslizara hacia fuera, y la impresión del camarógrafo dejó caer la jeringa. Lo único que hizo ruido al caer fue el actor. El muchacho, muy nervioso, miró para todos lados, sabiendo que no había nadie que le incriminara, pero esperando a que le atraparan y lo llevaran lejos. Después de una espera sin sentido, tomó el cuerpo del hombre y lo arrastró fuera de aquél lugar.

Tenía tanto miedo a esa mujer. ¿Por qué? Le inspiraba terror su sola vista, y sin embargo no lo entendía. Era casi irracional. Sabía de su forma de ser, sabía que era realmente cruel. Aún así, sentía que tanto horror era sin razón.

Debía llevarlo a una habitación donde se preparaban a los protagonistas. La misma directora se encargaría de preparar el cuerpo para la película. Sin embargo, esta película no iba hacia algún cliente especial. No era una producción para la venta de sus mercados clandestinos. Era para ella, para la directora.

Llegó a la puerta de la sala de preparaciones. Esperó frente a la puerta púrpura, sin tocar la puerta. Sabía que aquella aterradora fémina estaba detrás, sonriendo con maquiavélico placer. No se equivocaba.

Largos y afilados dedos envueltos en látex giraron la perilla desde el otro lado, y se asomó primero sólo la mitad de un rostro para observar.

– ¿Inyectaste todo? –preguntó desde esa perspectiva.

El muchacho asintió con desgano, su movimiento de cabeza fue muy leve.

–Bien. Llévalo dentro.

Él arrastró al actor dentro de la estancia, con los ojos cerrados. Sin embargo, la directora se dio cuenta que él no quería poner la vista en lo que había en aquél lugar.

–Muchacho –decía en tono burlón –, tendrás que abrir los ojos, pues hay que subirlo a la mesa de operaciones, y no puedo hacerlo sola.

Él juntó valor para poder abrir sus ojos a esa sala. Miles de objetos en estanterías varias, todas parecían hechas simplemente para causar dolor. ¿Qué tipo de preparaciones hacía la mujer allí? Era mejor para el camarógrafo no tener ni idea del asunto, eso era lo que deseaba con todas sus fuerzas. Pero la mujer le obligó a estar allí. Ella quería que cada herramienta que la mujer usara pasara por sus manos primero. Tragó saliva y se limitó a seguir órdenes, sin hacer caso a ninguna insinuación de parte de ella. Bisturís, hilos quirúrgicos, agujas y otros objetos que parecían estar de más en la operación pasaron de las manos algo nudosas del camarógrafo a las delgadas y enguantadas de la directora.

El proceso, luego de una hora completa, estaba listo. Ahora el actor protagonizaría su primera película.

Logró abrir sus ojos, pero no su boca. Se sentía adormecido. Quiso levantarse de su posición, aunque su cuerpo no respondió ante la orden de su mente. Sólo podía mover levemente su cabeza. Se giró hacia la izquierda, y su adormilada mirada se topó con el muerto ojo del anterior protagonista. Su primera reacción hubiera sido dar un brinco hacia atrás, si no fuera por el obvio impedimento de su cuerpo inerte. Luego, sintió unos finos dedos agarrándole el rostro, obligándolo a mirar a otro lado. Ahí fue que se dio cuenta de lo que sucedía. Él era el nuevo protagonista. Esa sonrisa solapada se lo había dicho todo.

–Bien, bien –escuchó apenas esa femenina pero temible voz –. ¿Sabes? Pensé en algún momento que, habiendo actuado tantas veces y tan magistralmente en mis películas, te merecías un papel protagónico. Obviamente, como estamos escasos de personal, yo tendré que tomar el papel de reparto. Espero no tengas problemas.

Esa sonrisa se mantenía en su rostro, llena de maldad. Nunca pensó que le sucedería. El actor no podía hacer nada, estaba aterrado. Era el único papel que nunca quería esterilizar.

La directora fue a prepararse, esta vez para actuar. Hacía seis años desde que salió de ser la asesina a la coordinadora de las películas. Un mundo extraño, sin duda.

Siempre sucedía eso en el mercado. Cuando alguien del personal se volvía inútil o insoportable, entonces se volvía el nuevo protagonista. Así entonces no había problema con buscar a alguien en las calles, secuestrar gente, o que los clientes tuvieran que dar su propia contribución a la producción. Una persona secuestrada era problemas, estaba llena de lazos. Un vagabundo, si bien no tiene familia ni nada que se le pueda llamar de tal manera, está fichado de todos modos en los registros. En cambio, alguien del personal ya había roto cualquier lazo ya mucho tiempo atrás, no había quién lo buscara, y las instalaciones de grabación estaban lejos de lo que la gente conocía.

Se puso ropa más cómoda, más elástica. Buscó algunos de sus instrumentos favoritos. Un cuchillo muy afilado, de doble filo, una fusta con una punta de metal, y una máscara hecha por ella. En realidad, era parte del cráneo de una de sus primeras víctimas, si es que no la primera misma. La había cortado y arreglado para poder ponérsela sobre su rostro, y le encajaba bastante bien. Estaba lista.

No pudo resistir una risilla que estaba en su garganta desde la noche pasada, cuando estaba arreglando al actor para su primera y última actuación estelar. Esa casi inocente carcajada terminó por crecer, hasta que incluso el eco se escuchaba desde fuera de su tráiler.

En ese preciso momento, se sentía de maravilla, como hace mucho que no se sentía.

VI

El camarógrafo preparó el trípode, ajustó la cámara en el foco deseado y esperó a que la mujer apareciera.

Temblaba. Mucho. Pero ya no le aterraba tener que soportar a la mujer, tener que aguantar tanta muerte ante sus ojos. Lo que le tenía los pelos de punta era pensar que se acostumbraría a esa vida, que, en algún punto, incluso podría llegar a disfrutarla. Claro, en ese instante no podía pensar en algo más repulsivo. Pero, siendo que incluso esa mujer era, hace muchos años, una persona completamente normal, entonces su destino no estaba tan lejos de lo mismo.

Con un paño especial limpió el lente de la cámara y el visor. Ajustó otros detalles, casi con tranquilidad. Si no fuera porque sus canillas estaban tiritando, estaría con bastante calma en su trabajo.

En un momento le distraería un escalofriante gemido, que le hizo soltar el paño, como acto reflejo. Se agachó a recoger el paño y seguir en lo suyo, limpiando teclas y demás partes, tratando de ignorar al actor, que se quejaba, que gritaba en silencio.

–Lo siento, pero no puedo ayudarte. –decía él, muy resignado, en voz baja.

No tenía otra opción que hacer caso a las órdenes de la mujer. El egoísmo del instinto de supervivencia era mayor que sus intentos de ser buena persona. Quería ayudarlo, pero la gran parte que le controlaba era su miedo. Sólo mantuvo su vista en la cámara.

Los gemidos se hacían más sonoros. Estaba gritando, de eso él estaba seguro. Se estremecía con cada silencioso aullido. Quería salir de ahí, quería dejar de escuchar eso. Presionó su rostro contra uno de sus brazos, que se apoyaba sobre el trípode, para ahogar una lágrima. Sólo una, que se quedó en el brazo de su deportivo.

Entonces se apareció la mujer, con la macabra máscara sobre su rostro, y la fusta en su mano derecha, mientras el cuchillo se mantenía en su funda, dentro del bolsillo de su pantalón.

– ¿Listo todo, chico? –preguntó.

Él asintió con la cabeza, tratando de no verla directamente.

–De acuerdo. Ponle los sedantes, que no se mueva mucho.

El actor trataba de liberarse del sopor, sin éxito alguno. Quería desaparecer de ahí, cerraba sus ojos y los volvía a abrir, queriendo que fuera una pesadilla de la que pudiese despertar. Oía lejanas las personas que discutían su venidera muerte, los aspectos técnicos para ejecutarle. Se giró otra vez hacia el observador cadáver del anterior protagonista. Su mirada de odio se había mantenido hasta más allá de su muerte. Aún faltando uno de sus globos oculares, se podía ver que había muerto con la ira en sus ya secas venas.

–Ojo por ojo. –escuchó, aparentemente de parte del cadáver.

¿De verdad lo había dicho, o era mera ilusión de las drogas adormecedoras en su cuerpo? A esas alturas, se creía cualquier cosa. Y de todos modos, no importaba si era una jugarreta de su estresada mente. Iba a morir, no tenía salvación.

Se preguntó muchas cosas durante esos minutos. ¿Por qué iba a ser sacrificado? ¿Por qué se querían deshacer de él? ¿Cuál era la razón? ¿Había otro cliente buscando una muerte en una cinta, o era mera diversión de la directora? No encontraba ninguna respuesta en su estado casi catatónico, ni siquiera a la más obvia. Sólo podía pensar en preguntas, no en respuestas.

Además de eso, sólo cabía una cosa más en su cráneo.

Miedo.

–Despierta, bello durmiente. Es hora de tu actuación estelar.

Ella soltó una gran carcajada al ver los ojos del actor abrirse como platos, acompañado de un agónico grito ahogado. Se acomodó un poco más la máscara. Había arreglado su cabello con algo de gomina para que se viera más estético, afiló su cuchillo y preparó todo como quería, incluyendo la misma escenografía. Era sólo dar la señal para grabar.

–Acción.

VII

Se encendieron las luces de a poco, manteniendo el cuarto algo oscuro hasta pasado unos segundos. La mujer miraba su cuchillo, probando delicadamente el filo contra sus propios dedos, pero sin cortarse. Una fusta colgaba de su bolsillo. Detrás de ella había un hombre maniatado y con la boca cosida sobre una camilla, que gemía y se retorcía dolorosamente. La mujer, cansada de aquellos lastimeros quejidos, toma la fusta con su mano derecha y flagela a aquél hombre en su pecho.

– ¡Silencio! –gritó con severidad al mismo tiempo que el chasquido rompía la piel.

Ella se deleitó en el grito posterior del agonizante condenado, pero de todos modos lo volvió a castigar, como si de verdad esperara silencio de su parte. Cuando los gritos dejaron de ser audibles, ella dejó su flagelo a un lado, asiendo su cuchillo y, con un pie, empujar al hombre, tirándolo al suelo. Mayor complacencia era para esa cruel fémina tal sufrimiento que sentía el nuevo protagonista. Se acercó a ese hombre entonces, y se agachó para cortar sus hilos que le impedían gritar más fuerte. Apenas hizo eso, el chillido resonó en la habitación. Parecía el quejido de un alma en pena, era aterrador, excepto para esa mujer, que parecía carecer de cualquier vestigio de humanidad.

El cuchillo estaba en su mano aún, así que procedería a hacer más cortes. Ningún corte era suficientemente letal, pero cada uno era más doloroso que el anterior. Aullidos y más aullidos de terror y sufrimiento.

La sangre empapaba la alfombra y las ropas de la mujer. El líquido que saltaba a su máscara la teñía de rojo. Ella sonreía.

Una vez ya habían transcurrido veinte largos minutos de sufrimiento, la mujer decidió que ya era hora de acabar con la escena. Cortó el cuello del hombre, dejándole al nuevo protagonista sólo unos segundos más de vida. Sin embargo, ella aprovechó esos pocos segundos, abriéndose paso en su pecho, entre costillas y carne, sacando lo último humano de él, y destruyendo lo último humano de ella misma.

El corazón del hombre sólo palpitó dos segundos en su mano antes de detenerse. El hombre murió antes que sus ventrículos.

Ella se levantó, aún con el corazón en su mano derecha, soltando el cuchillo sobre el cadáver del actor. Rió. A carcajadas. Sólo después de un minuto de no parar de reír, terminando aquella dantesca escena, lanzó con fuerza el corazón del actor y lo pisó, aplastándolo por completo.

Su cuerpo gozaba en adrenalina. Su respiración estaba agitada, y sus labios no podían dejar esa mueca de felicidad. Muy apenas pudo darle la orden al camarógrafo para que dejara de grabar.

–Corte.

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